El oficio de escritor ha estado tradicionalmente ligado a la máquina de escribir -al ordenador o el portátil en la actualidad-, el cigarrillo y la taza de café. Muchos han sido los poetas y dramaturgos que han dejado salir por su boca ráfagas de humo hilado mientras por sus dedos salían las palabras: Keats, Thomas Mann, Hemingway… Y es que la cultura huele a cenicero.
Hoy, con suerte, nos encontramos a la puerta de algún local o en la intimidad de casa, calmando nuestras ansias de nicotina con un cigarrillo electrónico. Malos tiempos para el romanticismo. Algunos valientes aún piden esperanzados un pitillo o fuego, deseosos de que su vicio no se esté perdiendo, y con él la solidaridad entre productores de humo, ahora cómplices de un hábito que mata.
El cigarrillo del viaje en tren, mirando el paisaje pasar por la ventana. El cigarrillo de después, tumbados, relajados… El pitillo de discoteca y barra de bar como recurso hábil.
El arte de fumar era otro bien distinto cuando no existían el estrés ni el cáncer. Una taza de café y un cigarro de tabaco de liar frente al escritorio o la mesa de una cafetería tranquila, observando a la gente que entraba y salía del café y a los viandantes que pasaban frente a las ventanas. El tiempo detenido frente a la mirada taciturna del escritor que buscaba las palabras para resucitar a los personajes de su memoria, de su imaginación y de su retina.
El tabaco ha estado ligado a la vida bohemia, a los poetas y artistas. Desterrados en pro de los espacios sin humo, ¿cuál será ahora la musa que los inspire?